La obra maestra de Fernando Fernán Gómez
Foto: Fernando Fernán Gómez en una imagen de “El mundo sigue”
Rescatar hoy para la gran pantalla una obra de este calibre, desplazada de los censos del gran cine español tal y como lo fue en su tiempo, maltratada y vejada por el franquismo, apenas distribuida en vídeo o DVD y desaparecida del imaginario popular durante medio siglo, no solo responde a un acto de justicia histórica, también a la pertinencia de las miserias del pasado para alumbrar las del presente. A pesar del empeño negacionista de discursos oficiales, la pobreza no puede esconderse. La pobreza siempre duele y ejerce sus mecanismos de humillación, pero cuando la reconocemos en las calles de nuestra ciudad y en los genes de nuestra identidad, inevitablemente golpea con más fuerza. Fernán Gómez encontró en la Guía de pecadores de Fray Luis de Granada el exordio moral de la película: “Verás maltratados los inocentes, perdonados los culpables, menospreciados los buenos, honrados y sublimados los malos; verás los pobres y humildes abatidos, y poder más en todos los negocios el favor que la virtud”. Veremos todo eso en El mundo sigue. Veremos una relación fraternal embrutecida por el materialismo y veremos la esperanza de una quiniela truncar en obsesión destructiva. Veremos el Madrid de las grandes avenidas en el retrato verista de la gran ciudad en ciernes, abatida por la penuria, la envidia, la maledicencia, el machismo y la ruina moral. Veremos los únicos rayos de luz en una abuela inquebrantable a la fatiga (conmovedora Milagros Leal) para alimentar a su nieto desnutrido, acaso también en un crítico de teatro (Agustín González) que equivocó el destino de su amor. En su crónica familiar, Fernán Gómez persigue la estética neorrealista para extraer violencia y frustración de cada plano, y una clase de verdad en su retrato de la vida española en los años sesenta que atraviesa el tiempo para salir fortalecida. El mundo sigue abre un agujero en la pared para asomarnos al Madrid de hace medio siglo y ver lo que fuimos (lo que fue España), sentir que la corriente sanguínea de la historia nos vincula con los fantasmas de un país que creíamos transformado.
Contagiado acaso por las explosiones de modernidad en el cine europeo, todo ello lo cuenta el actor y cineasta -dando vida a españolito mezquino- con la audacia dramática de las alteraciones temporales, con el empleo de monólogos interiores para revelar las conductas psicológicas de sus castigadas criaturas, proponiendo juegos de montaje en fértil dialéctica con el drama. Es el mismo autor que después adaptaría Ninnete y un señor de Murcia y que ya había escrito y dirigido La vida alrededor (1959), el mismo cineasta esencial para escrutar la tradición de nuestro cine (y nuestra historia) que años después emprendería El viaje a ninguna parte (1986) para cerrar su filmografía en el origen de todo, Lázaro de Tormes (2001). Basta ver su legado para no olvidar de dónde venimos y comprobar adónde hemos llegado. La vida sigue y la pobreza sigue matando. CARLOS REVIRIEGO | Edición impresa